Domingo, 28 de Abril del 2024

Sampedro nos abre la puerta de la tierra

Jesús Orea
05/03/2017 . 13:13

“Notorio es que que el autor de ‘El río que nos lleva’ fue un hombre muy comprometido con las ideas de izquierda e, incluso, libertarias que combatió en Guadalajara”

Al contrario que el coronel de la novela de García Márquez, Guadalajara sí tiene y ha tenido siempre quien le escriba. Incluso cuando el castellano apenas balbuceaba, ya una jarcha mozárabe de Yehuda Halevi comparaba la belleza del amanecer en Wad-al-Hayara con la alegría que una mujer sentía al regresar su amado:
    “Des cuand mio Cidiello viénid
    Tan buona albischara
    Com rayo de sol éxid
    En  Wadalachyara”
    Como es archisabido, el “Mio Cid”, el gran poema épico que hizo que nuestra entonces incipiente lengua romance entrara en la literatura con palabras mayúsculas, recorre gran parte del actual territorio de la provincia de Guadalajara, de Norte (“A la sierra de Miedes ellos fueron a acampar”. Versos 412 y siguientes) a Oeste (“Más allá de Hita y por Guadalajara, hasta Alcalá llegue la algarada”. Versos 445 y siguientes) y de éste a Este (“Por Santa María iréis a pasar, id a Molina, que queda más adelante”. Versos 1462 y siguientes).
    Y como también es ampliamente conocido -y, por cierto, está muy bien recogido en el libro de José Serrano Belinchón, “Guadalajara en la literatura”- desde Alfonso X el Sabio a Benito Pérez Galdós, desde El Arcipreste de Hita a Leopoldo Alas “Clarín”, desde Don Juan Manuel a Ortega y Gasset, y, si nos remontamos a la Edad Antigua, desde la Geografía del griego Estrabón y el Itinerario Antonino romano a Camilo José Cela, pasando por otros ilustres viajeros que, a lo largo de los siglos, recorrieron nuestra tierra y la pintaron con la palabra -destacando entre ellos el alemán Jerónimo Munzer, a finales del XV, y el francés Gustavo Doré, ya en el XIX--, la actual provincia de Guadalajara, como decíamos al principio, sí ha tenido quien le escribiera.
    Hoy, por razones de oportunidad, voy a referirme a uno de esos grandes escritores que han recorrido nuestra tierra, primero paso a pie y después paso a pluma, que nos han dejado una doble e indeleble huella, la humana y la literaria, y que han legado una obra sobresaliente, un calificativo que no otorgo con la indulgencia del provincianismo mal entendido, sino aplicando un juicio justo a su valor objetivo, evidentemente no solo mío, sino ampliamente avalado por crítica y público. Se trata de José Luis Sampedro y de su novela “El río que nos lleva”, inspirada y centrada, como es conocido, en la ruta que los desparecidos gancheros seguían desde el Alto Tajo -altísimo, diría yo- hasta Aranjuez para transportar maderadas de troncos de pino por el cauce del río, previamente taladas en los densos bosques que comparten las provincias de Cuenca, Guadalajara y Teruel, allá donde colindan en las mismas fuentes del “río bravo de Iberia”, como los romanos llamaban al Tajo. La acción se sitúa en los años cuarenta, en el último viaje de los gancheros.
    La oportunidad de hablar de esta extraordinaria novela que es “El río que nos lleva” me la brindan dos circunstancias; la primera que, el pasado día 1 de febrero se cumplió el centenario del nacimiento de José Luis Sampedro (Barcelona, 1917 – Madrid, 2013) y, la segunda, que, precisamente en este mes que ahora principia, marzo, se iniciaban las maderadas de los gancheros procedentes del Alto Tajo y con destino a Aranjuez que, por cierto, solían durar seis meses:
    “Marzo, con sus marzadas, se lleva las maderadas”.
    “El río que nos lleva” fue el título que la editorial sugirió a Sampedro en lugar del de “Pan y navaja”, que era el que el autor había dado inicialmente a su obra, cuando se dispuso a publicarla por primera vez, en 1961. “Pan y navaja” es una gráfica expresión de la forma de almorzar campera, comunitaria y solidaria, de los gancheros que llamó mucho la atención a Roy Shannon, el irlandés treintañero, excombatiente en Italia durante la Segunda Guerra Mundial, que es el protagonista de la novela y quien hace el viaje desde el Alto Tajo a Aranjuez con los madereros. Efectivamente, Shannon y los gancheros son compañeros -porque comparten el pan, origen etimológico de esta palabra-, al tiempo que también camaradas -porque, aunque no son soldados que comparten una camareta para dormir, etimología de este segundo vocablo, sí que viven sueños juntos bajo el mismo cielo estrellado de la primavera y el verano castelllanos-.
    “El río que nos lleva”, el título que, como hemos dicho, finalmente adoptó la novela, es una bellísima y gráfica expresión que Sampedro pone en boca de Shannon cuando éste reflexiona sobre el destino, ya muy avanzado el viaje, en “El Regolfo”, uno de los tres pueblos imaginados por el escritor en su obra, junto con “Oterón” y “Sotondo”, pues el resto de los que cita en la obra son reales. El Regolfo lo sitúa Sampedro entre Mazuecos y Estremera, y es allí donde a Shannon le asalta este pensamiento: “¿Qué será el retorno a la corriente de este río que nos lleva”? Ya en el inicio de la novela, cuando los gancheros aún no han echado al agua su maderada en Peralejos de las Truchas, el autor afirma sobre el destino, acerca del que el irlandés reflexionó después en El Regolfo: “Todo estaba dispuesto, aunque nadie lo supiera, porque la vida no avisa”.
    Oterón es el primer pueblo imaginado por Sampedro que cita en su obra; lo localiza junto a Ocentejo y en él sitúa uno de los momentos de la novela más impactantes y, a mi juicio, brillantes, desde un punto de vista creativo, tanto formal como conceptualmente. En este pueblo de nombre imaginario -aunque hay un Oterón verdadero en Asturias, como también un Regolfo en Cantabria que pudieron inspirar al autor en su bautismo literario de estas dos poblaciones ficticias-, tiene lugar la celebración de Vienes Santo. El novelista describe el oficio religioso propio del día de forma muy irreverente para el tiempo en que está escrito y publicado el libro pues lo protagoniza un cura desencantado -Don Ángel Ponce, a quien interpretó de forma magistral Fernando Fernán Gomez en la película de Antonio del Real, de 1989, de igual título y basada en esta obra de Sampedro-, que en la homilía de la función religiosa en que se conmemora la muerte de Cristo, precisamente no se cansa de repetir que “Dios ha muerto”.
    El tercer pueblo que Sampedro se inventa es Sotondo, al que localiza entre Azañón Y Trillo, y en el que sitúa una grotesca corrida de toros, haciendo de astado un hombre, plena de simbolismo y que está considerada como una inteligente y descarnada crítica al fascismo, simbolizado en la figura de un cacique rural. Notorio es que el autor de “El río que nos lleva” fue un hombre muy comprometido con las ideas de izquierda e, incluso, libertarias -en la Guerra Civil fue soldado de un batallón anarquista, que, por cierto, combatió en Guadalajara- y que, ya nonagenario, llegó a prologar la edición española de “¡Indignaos!”, el libro de Stéphane Hessel que está en el origen del movimiento del 15-M y sus consecuencias.
    Muchos “guardilones” necesitaría para hablar de este libro de José Luis Sampedro que siempre ha formado parte de los escogidos que tengo de cabecera, al considerarle como uno de los más humanos y humanistas, al tiempo que apegados a la tierra, que he tenido el placer de leer. De esa trilogía también forman parte “La Gaznápira”, de Andrés Berlanga, y “El ayer perdido”, de Ramón Hernández. Como el papel no da para más, les invito a que, si aún no lo han hecho, lean este libro con el que Sampedro nos abre las puertas… de la tierra. Y el corazón y el alma del hombre.
 

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